Hemos llegado a averiguar lo que todo el mundo
 sabe después de habernos dado vuelta como un guante. Sucede
 que nunca fuimos de aquí, que no interpretamos a la vida cediendo
 a la vanidad dialéctica. Hemos de concluir que los hombres son
 algo potencial, pegoteados en su propio medio; y ese sueño de
 autocompasión compartida es su propia existencia. Una versión
 folklórica atribuye a los condenados al infierno la situación
 de tener que vivir rodeados de porquería que llega al nivel
 de la boca. Cuando algún pecado o pecador novato ingresa al
 averno, sube la inmundicia y se traga bastante. Y entonces los demonios
 gritan: ¡No hagan olas, muchachos! ¿Qué diferencia
 existe entre esta alegoría y nuestra sociedad exactamente llamada
 'de consumo'?
 
 
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