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EL TAROT

La relación del simbolismo de la rueda con el Tarot resulta obvia. Efectivamente; la palabra "taro" está invertida silábicamente, y este nombre criptogramático no quiere decir sino rota, es decir, rueda.1 Como se sabe, el código simbólico del Tarot tiene orígenes medioevales (alquímicos, numerológicos, cabalísticos, astrológicos), aunque no es sino la forma actualizada –en su espacio y en su tiempo– que toma la tradición primordial para expresarse; como es también el caso de la cábala histórica, que nace en España en el siglo XIII con la aparición de las escuelas que dan nacimiento al Zohar, el libro fundamental en el trabajo cabalístico.2 El Tarot es también un libro que en lugar de tener páginas impresas con palabras, se expresa a través de símbolos estampados en una serie de planchas o cartulinas. En él se ordena una cosmología completa, y constituye un modelo del universo, análogo al mismo, construido con su misma estructura, de donde el poder mágico e iniciático que se les atribuye tradicionalmente. De todas formas, se trata de un lenguaje relacionado con el conocimiento, que se manifiesta a distinto nivel y de diversas maneras. El Tarot es ese lenguaje al manifestarlo y por lo tanto el vehículo que expresa una sabiduría que él mismo lleva implícita. Es un compendio de ciencia actuante, al ser el mensajero de una energía que le da su razón de ser, y que por cierto lo trasciende. Esto, sin tomar en cuenta su acción como promotor de imágenes y fecundador de visiones. 

No es el caso de hablar en este trabajo sobre el Tarot en el sentido de dar una explicación sucesiva y una a una de sus partes, sino más bien sugerir, aclarar y ordenar su estrechísima relación con el simbolismo de la rueda cósmica. Lo mismo se pretende con la Cábala; en efecto, ésta también, a través del modelo universal llamado –como en otras tradiciones– árbol de la vida, nos da la visión de una estructura del cosmos válida para todo tiempo y lugar, así para lo más pequeño como para lo más grande. Este árbol, este diagrama, está compuesto por diez números, o "numeraciones", llamadas sefiroth, que son otros tantos estados de un ser Uno o el desarrollo de la multiplicidad manifestada del cosmos entero a partir de la unidad original. 

Cada cosa tiene nueve reflejos de sí, dice la tradición cabalística, y esos reflejos o aspectos de la unidad original, sumados a ella misma (1 + 9 = 10), conforman un todo, o un ciclo completo, que es tanto el del universo entero como el ciclo particularizado de cada una de sus partes. El código simbólico de la aritmética de Pitágoras no dice otra cosa, y llama a este ciclo de los nueve primeros números, el de los números naturales, al cual pueden reducirse todos los números posibles. Este código básico numérico es fundamental, pues sintetiza todas las posibilidades de la serie y crea un sistema con el que es posible numerar todas las cosas. Numerar todas las cosas es darles vida, es nombrarlas. Y va de suyo que la aritmética a la que nos referimos dista mucho de su aplicación exclusivamente cuantitativa, que es casi la única que conocemos los nacidos en la sociedad moderna. Bien por el contrario, el código numérico expresa principios o ideas universales, que cada dígito manifiesta a su manera; y la misma diferencia que existe entre ellos (vgr. la unidad con respecto al binario, el binario referido a la tríada) no está sino señalando esta variedad conceptual, o las distintas modalidades de una misma energía, que es precisamente la descrita en la serie numérica. 

Este modelo simbólico aritmético, que por otra parte es análogo y complementarlo con el código geométrico, nos brinda la indefinitud de las posibilidades numéricas, a través de todas las combinaciones posibles de los dígitos naturales entre sí, es decir, el universo numerable de lo innumerable o una serie de finitudes indefinidas. Este espacio cerrado y ordenado, aparentemente homogéneo, creado por el propio sistema aritmético o geométrico, sería la representación o la manera de aprehender y fijar al cosmos a través de una visión que tuviera o reflejara iguales características que el cosmos mismo, vale decir, que fuera su modelo. Lo que equivaldría a afirmar que los números originalmente son sagrados y de allí su carácter "mágico" recogido aún hoy por diversos folklores y, sobre todo, que son otra cosa distinta de la lectura que de ellos hacemos actualmente. 

No es necesario insistir sobre el hecho de que la idea de número está asociada a la de módulo y a la de "medida"; asimismo a la de equilibrio y sobre todo a la de armonía, estrechamente ligadas a las ideas o conceptos universales que expresa la escala musical. Por otra parte, agregaremos que en la cábala hebrea cada letra del alfabeto –como en el esoterismo islámico y griego– tiene una correspondencia numeral. Y que juntos, letras y números, constituyen la ciencia de los nombres.3 Y así como en las relaciones mutuas y recíprocas entre los nueve primeros números se puede numerar todo lo numerable, así también con las veintidós letras o claves del alfabeto hebreo, combinadas entre sí, se puede nombrar todo lo nombrable. O lo que es lo mismo, el mundo entero, pues todo lo manifestado tiene nombre –el mismo hecho de su manifestación es una señal o nombre–, menos, claro está, lo que no puede nombrarse, lo que no tiene nombre, lo inmanifestado, lo que está más allá del propio código o lenguaje, y sin embargo lo que todo código, o lenguaje, o mundo, o sistema, en forma implícita no hace sino expresar, puesto que toda manifestación es una concreción, o una materialización, de la inmanifestación original. Tal el acto con respecto a la potencia.4 

La traducción de la palabra hebrea kabalah es "tradición"; más especialmente usada en el sentido de "recibir algo", aceptar" (un mensaje o legado). Esa herencia no está referida a un depósito de letra muerta, ni a moralinas grupales, o a ritos vacíos de contenido, ni siquiera a usos y costumbres determinados, o a normas de conducta y formas de vida. No es la preservación de un folklore, ni tampoco la de una religión, y mucho menos la propiedad de un pueblo o cenáculo determinado, por más fanatismo que se ponga en ello. El verdadero eje tradicional y el auténtico legado, el tesoro que nos han dejado nuestros padres, los fundadores de los pueblos, es su concepción del mundo; el conocimiento de otras realidades que hoy no podemos ver los hijos de esta época, por estar como dormidos, muy confusos y enfadados, y completamente ignorantes. Y aunque la cadena iniciática se ha mantenido ininterrumpida hasta nuestros días, estos conocimientos parecen casi definitivamente perdidos, o preservados en forma muy oculta en pequeños grupos. Obviamente este legado –expresado por todos aquéllos que los pueblos han llamado sabios en todos los tiempos– no podría tener nada que ver con una versión literal de las cosas, como la que nos ha inculcado la pretendida ciencia contemporánea. Tampoco con una concepción empedernidamente materializada, lo que hace pensar en actitudes infantiloides. Menos aún con encuadres socio-políticos, económicos, sentimentales o competitivos, de cualquier género. Sólo podemos decir que la educación occidental contemporánea está diseñada para exaltar el ego. Y por la vía de creer que el sueño que es nuestra existencia, que suponemos una realidad única e imprescindible en el universo –así como que nuestros trajes, máscaras, disfraces, circunstancias, somos nosotros–, nos identificamos con eso y no advertimos que estamos condicionados, o solidificados, entre las cuatro paredes de un encierro, de una confusión, de un amorfo al que no se le encuentra salida. A poner fin a esa cárcel de la mente viene la tradición como un mensajero o intermediario (dios, arcángel, ángel, fuerza activa de la tradición misma), en este caso bajo la forma del código aritmético y geométrico, del sistema alfabético, del Tarot, del diagrama del árbol de la vida sefirótico, o del modelo de la rueda cósmica. 

Es importante insistir en que todos estos sistemas5 son modelos universales, y por lo tanto análogos a lo que representan; y que todos ellos han sido diseñados como vehículos para salir del cosmos mismo. O dicho de otra manera: que el conocimiento de una cosmogonía –no en forma "racional", sino asumiendo que la vida y nosotros somos eso–,6 la encarnación de ese conocimiento, la identificación con el universo –en el sentido de ser un sólo mundo o lograr un estado de virginidad primordial– son los pasos previos para arribar a lo que está más allá del cosmos, lo supracósmico. Eso es precisamente lo que afirman unánimemente las tradiciones: que su legado les ha sido revelado y que ellas lo transmiten; que su modelo cósmico les ha sido inspirado; y que el conocimiento de ese modelo –o sea, de todas las cosas–, no es propio, sino que por el contrario tiene orígenes no humanos, y los dioses nos lo han dado como un medio ordenado, una escala, para que la comunicación entre ellos y nosotros pueda ser posible. Esa escala, ese puente, ese eje, sería la tradición misma, que a través de sus estructuras, sistemas, modelos, ritos, símbolos, pudiera operar una labor de escisión o fractura y unir o ligar un espacio profano u ordinario con otro sagrado o significativo. Este es precisamente el objeto que se propone toda tradición particular y su razón misma de ser: el de establecer el contacto entre cielo y tierra, necesidad imperiosa que todos los pueblos han experimentado y realizado parejamente con el conocimiento de los secretos reveladores de la cosmogonía. 

Esta realidad por cierto que nos toca, pues siendo todo aprendido, y además siendo nosotros lo que sabemos, los modelos culturales en los que nos hemos educado –y que han pasado a ser nuestra personalidad por identificación con los mismos– son un límite y un condicionamiento, por un lado, y una salida por otro, pues constituyeron originalmente una escala para trascender el espacio profano y arribar al conocimiento de otro espacio distinto. Tan diferente de él como lo que está "más acá" con referencia a lo que está "más allá". De allí también que se haya afirmado siempre y unánimemente que los orígenes culturales, es decir, la civilización de los pueblos (incluidos usos y costumbres, artes plásticas, danza y arquitectura, artesanía, poesía, agricultura, ritos, vestimenta, morales, normas de comportamiento, tabúes, etc.) reconoce filiación directa con el "más allá", con lo no humano, con los misteriosos dioses que pueblan y recrean el universo, como si fueran una tropa divina. 

Esa milicia de energías invisibles lleva sin embargo nombres; la indagación de esos nombres nos conduce a su conocimiento, es decir, a la identificación con las energías que ellos representan. La ciencia de los nombres sería entonces el conocimiento de esas energías invisibles y específicas que conforman el mundo. Y a través de este conocimiento llegaríamos a la sublimación de estas energías, hasta su identificación con lo que no tiene nombre (de lo audible a lo inaudible), aquello que nadie ha visto jamás, ni jamás podrá ver –pues su aprehensión no tiene nada que ver con los sentidos– y de lo que no se podrá nunca tener una imagen posible. Y no porque no pueda expresarse por dificultad del que lo enuncia, o incomprensión del que lo escucha, sino por su propia naturaleza (si así pudiera decirse) no humana, que hace que cualquier traducción llevada al plano humano, sea apenas un reflejo y por lo tanto también una inversión, cuando no una proyección más o menos distorsionada. En realidad esos dioses o nombres divinos no son otra cosa que la expresión de principios universales. Y su conocimiento sería simultáneo a la identificación con las energías que ellos simbolizan, o, expresado de otra manera: con la encarnación de las emanaciones que ellos nombran o enumeran. 

Este proceso de conocimiento, o la iniciación en la ciencia, o en el arte, transforma a quien lo realiza. Y por la vía de esa transmutación de energías, va ascendiendo peldaños en la escala cognoscitiva, ordenadamente, haciendo estaciones en su ascenso, que simbolizan determinadas energías cósmicas cada vez más amplias en el largo camino hacia la propia evolución por medio de un nuevo aprendizaje. Puesto que si todo es aprendido debemos demoler lo que ha constituido nuestra ilusión acerca de la "personalidad" que poseemos –sacada de aquí y allá, fruto de] azar y absolutamente condicionada por situaciones geográficas, históricas, políticas, religiosas, raciales, económicas, sociales, culturales, físicas, nacionales, provinciales, familiares, etc.– y construir una nueva estructura (dejar el hombre viejo y aceptar el hombre nuevo) a través de la cual se pueda aprehender el conocimiento. Destruir para construir. Aunque en verdad este proceso doble es simultáneo, pues al desprendernos de ciertas cosas damos lugar al espacio mental necesario para aprender otras nuevas, o dicho de otro modo: se asume el hecho de que a una acción sigue una reacción, y que éste es el rito fundamental de la vida. Este gradual proceso de d esa condicionamiento de una cultura, o mejor, de la forma de ver esa cultura, para aprender otra lectura de la misma –en todo caso mucho más ligada a su prototipo original, reflejo de un arquetipo eterno–, es equiparado a la búsqueda y a la obtención de la libertad. Y esto es lo que pretenden todas las tradiciones a través de sus modelos esotéricos. No otra cosa es lo que simbolizan el Tarot, la cábala y el modelo cósmico de la rueda. 

En el caso del Tarot, éste consta de setenta y ocho láminas o cartas simbólicas, módulos que combinados y barajados entre sí crean un plano o enfoque de la realidad. Este punto de vista es variable pues es indefinido, ya que las distintas tiradas de cartas configuran , en cada una de ellas, una situación particularizada, análoga a la de cada punto de la periferia de nuestro modelo de la rueda en relación con la inmovilidad central. Estas imágenes que se crean simultáneamente con el plano de una tirada, conforman diversas situaciones o articulan un lenguaje en el que ellas se expresan y que todo aquél que esté dispuesto a oír escuchará. Para eso es previamente necesario el aprendizaje paciente y fatigoso de este código; pero él mismo se va revelando a medida que profundizamos en su interior. 

Con respecto al árbol sefirótico de la cábala sucede lo mismo: las relaciones y transposiciones, las combinaciones y articulaciones de las sefiroth7que constituyen el diagrama del árbol de la vida, producen un campo o espacio horizontal, apto para que las energías verticales trascendentes, existentes en forma inmanente en cualquier código o manifestación, sean despertadas y produzcan una reacción que reviene sobre aquél que realiza un trabajo o se dedica al estudio, aprendizaje y conocimiento de estas energías prototípicas o ideas universales, expresadas por los números, las letras del alfabeto y las sefiroth. 

El sistema simbólico-cósmico del Tarot, sus setenta y ocho cartas, se subdivide en tres paquetes llamados arcanos mayores, arcanos menores y cartas de la corte (a los que podríamos llamar grupo a, grupo b, y grupo c); y el número respectivo de estas láminas es de veintidós, cuarenta y dieciséis. Los arcanos mayores de por sí constituyen una introducción y una síntesis de este sistema. Sus veintidós figuras están numeradas en forma sucesiva de uno a veintiuno,8 quedando una carta final sin numerar (llamada "El Loco"), que tanto puede colocarse al principio como al final de la serie y que juega para algunos el papel de cero y en todo caso el de principio y fin: el alfa y el omega de todo esquema circular, cerrado en sí mismo, como es el modelo de la rueda cósmica. Estas cartas tienen nombre diferente y un símbolo gráfico distinto para cada una de ellas. 

Están luego los arcanos menores, que constituyen también un todo separado, pese a su ensamble con los otros dos paquetes de cartas. Su número es de cuarenta naipes, en una serie que va de uno a diez, y que admite cuatro colores o señales en su clasificación, llamados bastos, espadas, copas y oros. Esta serie de uno a diez debe relacionarse con el sistema de Pitágoras y con las diez sefiroth o emanaciones divinas de la cábala.9 En cuanto a los cuatro "colores", están estrechamente vinculados con cualquier visión cuaternaria del ciclo, así sea ésta la del movimiento aparente del sol a lo largo del día, o del año, o el recorrido entero de un manvántara o ciclo de una humanidad. Asimismo se los debe ligar con los cuatro elementos y con los tres grados iniciáticos (aprendiz, compañero y maestro) en el proceso del conocimiento, que sumados al estado ordinario o profano, constituirán un circuito escalonado, análogo, como seguidamente veremos, a la división cuaternaria (en planos o mundos) que se aplica al diagrama sefirótico. Por último queda un paquete de dieciséis láminas, que se dividen en los mismos cuatro colores que los arcanos menores: bastos, espadas, copas y oros, pero que también está diferenciado por una jerarquía cuaternaria, simbolizada por el rey, la reina, el caballo o caballero, y la sota o valet. Los cuatro colores y las cuatro jerarquías deben relacionarse con los mundos o planos cabalísticos, así como con toda referencia al número cuatro, a la cruz y al cuadrado, que son los que enmarcan y limitan un plano o mundo al fijarlo, manifestándolo, creándolo de esa manera. A continuación veremos otras relaciones mutuas entre el Tarot y la cábala. 

NOTAS
1 El agregado de una T final viene a sumarse a este nombre, para afirmar la idea de circularidad y retorno al principio.
2 Es muy importante señalar, que si bien la cábala es la expresión esotérica del judaísmo y en este sentido nada tiene que ver con la tradición hermética, el hermetismo, por el contrario, "utiliza", si así pudiera decirse, numerosos elementos cabalísticos, lo que ha dado lugar a la denominada cábala cristiana. Por otra parte, se encuentran antecedentes sobre la cábala desde el siglo III y asimismo, se piensa que el Zohar comenzó a redactarse en aquella época. Los pitagóricos y otras escuelas griegas realizaban con su lengua transposiciones de letras y cálculos numéricos, y se los ha considerado como antecesores de los cabalistas. Este modo de trabajo ha pasado desde la antigüedad hasta hoy y es efectuado por distintos grupos gnósticos. Debe decirse también que la "iniciación hermética" corresponde a los misterios menores, etapa donde es verdaderamente necesaria la idea de una instrucción u orden, y que ha de completarse con el coronamiento de los misterios mayores, coincidentes con la aparición efectiva del maestro interno, y el regreso al estado primordial, equivalente al "paraíso terrestre" o sea, al retorno al centro y la efectivización de las posibilidades que encierra el estado humano. 
3  La que según Platón, en el Cratilo, "no es un trabajo ligero". 
4 El cosmos y la manifestación entera constituyen un lenguaje, y por lo tanto una poética. También un código a ser descifrado, lo que equivale a decir: una aventura. Un gesto en el que todo está incluido. La danza que Shiva baila perennemente.
5 Que nada tienen que ver con la clasificación racional filosófica, la que por su mismo origen y estructura es antimetafísica.
6 No hay nada más cierto que la sentencia que dice: "uno es lo que conoce". 
7 La traducción de sefirah, de la que sefiroth es plural, es la de número o determinación; la de ofan es rueda, como arquetipo de los mundos. Hay que recordar que esta última es también la designación del ángel Metatrón, como mediador universal y mensajero de la plenitud de Dios o de las energías divinas, símbolo asimismo del alma universal. 
8 Se dice también que cada una de ellas corresponde a un siglo de nuestra era
9 El Sepher Yetsirah (Libro de las Formaciones), que junto con el Zohar (Libro del Esplendor) constituye el libro sagrado fundamental de la cábala, dice expresamente al respecto: "No son once, son diez, no son nueve, son diez".