CAPITULO XVII
ARTE Y COSMOGONIA
Para comprender el arte tradicional hay que poder apreciar el contexto en que éste está inserto. De hecho hay que cambiar el punto de vista que los contemporáneos solemos tener sobre el arte, pues para los hijos de este tiempo histórico la valorización apenas está determinada por la individualización de una serie de objetos o artefactos separados, a los que se les asigna características estéticas de acuerdo a parámetros fijados por el 'gusto', tan variable como la moda. Lo mismo sucede con los conceptos filosóficos y científicos subjetivos que, como artículos de consumo hoy son una cosa y mañana otra sin que nadie se interese por ellos verdaderamente sino en función del status que otorgan a aquéllos que pretenden cultivarlos. Al contrario, cualquier manifestación artística tradicional no tiene un valor casual y arbitrario fijado por un tribunal imaginario. Ni siquiera se le asigna un valor personal en el sentido de que es la producción creativa salida de las manos de un artista particular que quiere señalar algo más o menos genial. Por otra parte es anónimo. Su mayor interés radica en ser la expresión de un concepto en relación con otros con los cuales se complementa conformando una verdadera sinfonía de significados que se interrelacionan entre sí, los que conjuntamente configuran la cultura de la que los seres particulares son hijos y en la cual se realizan, en toda la extensión de la palabra, pues ella representa la suma de las posibilidades individuales. Por ese motivo las obras de arte verdaderas son simbólicas, en el sentido de que son el testimonio de una serie de ideas que cuajan en distintas manifestaciones, las cuales necesariamente han de producir objetos manufacturados con arte, artísticos, en la medida en que son fieles a un arquetipo original. Y es obvio que si no se conoce ese arquetipo ideal, ya sea cosmogónico, filosófico, cultural, es poco lo que se puede apreciar del arte tradicional; eso sin negar su belleza formal, la riqueza y la técnica con que han sido elaboradas las obras, las cuales bien pueden constituir la puerta de entrada a una apreciación mucho mayor, directamente ligada a un conocimiento más profundo de lo que estas obras realmente están representando. Para el espectador actual verdaderamente interesado, la obra de arte no debe fundamentar su valor en el mero goce estético según hoy se lo comprende, sino en su posibilidad evocativa, que nos abre las puertas a la contemplación, lo que verdaderamente constituye la percepción directa de la belleza. Pero esto no siempre puede ser conseguido de manera espontánea, o de modo natural, sino bien por el contrario, en la mayoría de los casos es el producto de un entrenamiento, de un aprendizaje paciente y concentrado, específicamente en una sociedad como la nuestra, totalmente alejada de las claves simbólicas y el conocimiento cosmogónico, la que debe más bien desprenderse de sus prejuicios estéticos y comenzar lentamente a recuperar la posibilidad de ver la verdad absolutamente empañada por toda clase de intereses creados.

Nos dice Jorge Luis Borges que

"la música, los estados felices, la mitología, las caras trabajadas por el tiempo, ciertos crepúsculos y ciertos lugares, quieren decimos algo, o algo dijeron que no hubiéramos debido perder, o están por decir algo; esta inminencia de una revelación que no se produce es, quizás, el hecho estético".  
Estas palabras bien pudieran ser una descripción de lo que se siente cuando nos enfrentamos con las artes precolombinas –arquitectura, artesanías, códices, etc.– tomadas como expresiones de su cultura, es decir, cuando encaramos los símbolos de una sociedad tradicional e intentamos conocer el 'mundo' por su intermedio. Lo primero que se advierte en presencia de lo precolombino es una impresión de misterio, de cerrado enigma, que se manifiesta con una ajustada y coherente forma, fruto de un pensamiento que no conocemos, de una realidad que se nos escapa y simultáneamente se manifiesta ante nuestros ojos. Como ya hemos anotado, ésta es una característica propia de todos los símbolos –que para su conocimiento necesitan ser enseñados y aprendidos– que se hace patente en el arte antiguo del Nuevo Mundo, simbólico, mitológico y ritual, como expresión de una concepción total de la vida que las artes mágicamente repetían y representaban en forma constante, hoy enigmática. En este orden de ideas tal vez los contemporáneos deberíamos considerar, con el fin de comprender la cosmogonía y la teogonía tradicional, al mundo como obra de arte, al universo como al objeto de diseño más perfecto y la manifestación artística más acabada y completa (pues contiene todo lo posible al mismo tiempo que toda posibilidad), el gesto artístico por excelencia, la expresión total del artista creador.

Subsecuentemente, la auténtica cultura y el verdadero arte, calcados por los hombres tradicionales y/o primitivos del modelo cósmico y sus leyes y estructuras arquetípicas (la ciudad terrestre es un reflejo de la ciudad celeste; ver cap. XV) serían las más elevadas y extraordinarias creaciones humanas y el hombre un intermediario y también un arquitecto a imagen y semejanza del Arquitecto Universal.

La cultura y el arte serían, entonces, símbolos o conjuntos de símbolos que revelaran a través del gran gesto ritual de una sociedad vivificada, en movimiento, la posibilidad de la realización metafísica, de lo suprahumano y lo supracósmico por su intermediación. La cultura misma configuraría una obra de arte y un soporte adecuado para acceder a lo sobrenatural si fuéramos capaces de verla en sus raíces como la respuesta original a todas las preguntas y necesidades, desde las más grandes a las más humildes, la réplica humana a los misterios insondables de la vida.

En ese caso las manifestaciones culturales tendrían para nosotros otro sentido y les otorgaríamos entonces una revaloración de acuerdo a estos nuevos parámetros y no las consideraríamos solamente como un montón de logros referidos a cuestiones utilitarias y materiales, exclusivamente profanas y por tanto completamente relativas, o como antiguallas, sino como símbolos vivos representantes de ideas-fuerza y energías capaces de actualizarse por nuestra comprensión. El diseño de las formas culturales estaría entonces cargado de sentido y la organización social, económica y política, sus usos y costumbres, su tecnología, sus concepciones astronómicas, serían formas de su arte, organizado por sus autoridades, sacerdotes y jefes, encargados de la vida y conservación del pueblo, de su gobierno y destino –los que cumplían un rol en el mundo, como la propia nación–, de acuerdo a pautas precisas de origen mítico, perfectamente regladas por la tradición, reveladas en un momento atemporal y reactualizadas constantemente. Es decir, que el arte sería a la vez el conjunto de las acciones, de los ritos que cumple una sociedad tradicional y que conforman su cultura (como objeto de arte), por medio del hombre-artista, recreador (como sujeto del arte).

Debemos señalar además que el arte en una sociedad tradicional es un rito y que los supuestos básicos de sociedades de este tipo –como lo eran las precolombinas– incluyen en su visión del mundo tal como lo hemos explicado la interrelación de todas las cosas, lo que conforma consecuentemente un universo animado y solidario en el que se puede influir por el rito mágico del arte, tanto de modo individual como colectivo expresado por enormes representaciones masivas, aunque éste tome formas tan extrañas para los hombres actuales como las ceremonias de asesinato o sacrificio ritual destinadas a aplacar y ordenar las energías cósmicas personalizadas por sus deidades. Por eso es que sus danzas y cantos son invocaciones y encantamientos y la totalidad de las acciones sociales y personales un culto permanente y el hombre-artista recrea perennemente el plan divino, el modelo cósmico, e identificándose con los númenes y espíritus es el protagonista ontológico manifiesto del acto creativo, como es obvio observar en los iniciados, sacerdotes y chamanes. De donde rito, magia y arte son sinónimos, y determinados objetos representativos como ciertas estatuas (mal llamadas ídolos), artefactos del culto, talismanes, etc. están cargados de energías y poder.1 
De otro lado, para una civilización tradicional o una sociedad primitiva no hay diferencia entre arte y ciencia, pues ambas disciplinas se refieren a lo mismo, son dos maneras instrumentales de conocer y manifestar lo conocido a través de un conjunto de símbolos, de una simbólica, que revela al nivel del hombre los secretos del cosmos y la naturaleza y de esa manera los revivifican al actuarlos mediante los gestos precisos y necesarios capaces de transmitir de modo ordenado esos mismos misterios y las energías que los configuran en el teatro del mundo. En verdad, no hay escisión alguna entre ciencia y arte y de hecho toda auténtica ciencia está realizada con arte, equilibrada y nítida, como lo requiere el imperativo de la armonía. Lo mismo sucede con la distinción entre las diversas artes que es sólo formal. Un pintor 'poetiza', un literato pinta, un músico hace arquitectura y un arquitecto conjuga ritmos, etc. En realidad, todos ellos manifiestan algo que trasciende su obra: unas imágenes invisibles y unas estructuras arquetípicas que, siendo exactas, se expresan de modos diferentes, generando distintos códigos, pero manteniéndose una e idéntica la esencia inaprehensible del motor oculto que se despliega en discursos aparentemente disímiles. Esto último es lo mismo que acontece con las distintas doctrinas y culturas tradicionales donde las deidades son idénticas y designan iguales principios pese a llevar otros nombres y cambiar a veces aparentemente algunos atributos. Esto ya era conocido por los antiguos. Plutarco, en su tratado moral, Isis y Osiris nos dice: 
 

Pero lo mismo que el sol, la luna, el firmamento, la tierra y el mar son conocidos de todos, aunque denominados de distinta manera en los diversos pueblos, esta razón única que regula o rige el universo, esta providencia que lo gobierna, una también, esas potencias destinadas a ayudarle en todo, son objeto de homenajes y denominaciones que varían de acuerdo con las distintas costumbres. Esos diversos nombres y esos ritos sirven de símbolos, unos más oscuros, más claros otros, para aquéllos que se consagran a los estudios sagrados, y les conducen, aunque no sin peligro, a la comprensión. de las cosas.  
En ese sentido, los números son módulos, cifras, conocidas por igual por todos los pueblos, que designan realidades trascendentales y metafísicas y constituyen la ciencia de las proporciones y por lo tanto de la armonía y la belleza, expresadas por el arte de la aritmética o aritmetología, ciencia de los ritmos y los ciclos, que desemboca en la perfección. Ella es el resultado de la correspondencia entre la idea arquetípica y el acabado final de la obra material a través de un proceso espiritual y de conocimiento que tiene al hombre-artista como actor del ajuste entre distintos planos de la realidad y sus correspondencias analógicas.2 En ese orden de cosas el arte puede ser considerado también en conexión directa con el Conocimiento, tanto desde el punto de vista del 'objeto' artístico capaz de despertar la energía evocativa y contemplativa llamada Belleza experimentada como un estado de plenitud de la conciencia, cuanto desde el ángulo de visión del artista como 'sujeto' capaz de vivir las sutiles vibraciones del hecho creativo que reproduce una y otra vez un misterioso gesto de reconocimiento original.

El verdadero artista es, pues, un mediador entre lo conocido y lo desconocido, entre un plano de la realidad invisible y otro manifestado por su intermedio. Es un mago, o mejor, un chamán que se conoce a sí mismo por sí mismo y que revela a su pueblo los misterios de lo oculto mediante un viaje, o inmersión en el inframundo, de donde extrae los tesoros de la creación –de la Verdad o Belleza–, emulando en todo la figura del Demiurgo, con quien se identifica. Entonces el arte igualmente debe ser considerado en relación con lo esotérico e iniciático como lo han hecho las sociedades tradicionales y primitivas, las que han visto unánimemente en las artes y artesanías formas rituales de aprendizaje y conocimiento, como está claro en los gremios y cofradías medievales, herederas de las romanas, y en numerosísimos casos de reyes y sabios de los que son ejemplo entre los hebreos el David de la cítara y los salmos, al que le fue revelado el plano del Templo (y su descendiente José, carpintero) y entre los indígenas mesoamericanos el famoso rey de Tezcoco, Nezahualcóyotl, junto con otros excelentes poetas y cantores, los que recitaban sus libros de 'pinturas`, sus maravillosos códices que hoy nos asombran y encantan, a la par que enseñaban y recordaban su contenido cosmogónico, rítmico, cíclico y calendárico, en escuelas establecidas especialmente con ese fin.

En efecto, los calendarios mesoamericanos expresaban la ciencia de los ritmos y los ciclos, y como tales constituían el núcleo de todas las manifestaciones culturales y privadas, el eje de la vida de los pueblos y las personas, las que articulaban su existencia en su entorno. Esos libros, como obras de arte totalizadoras albergaban en sí todas las ciencias y conocimientos, y constituyeron por siglos la máxima expresión de estos pueblos que reglaban todo por su medio, desde el nombre –y el destino– de las personas, es decir, su identidad, como sus ritos y actividades sociales. No a la manera de los meros calendarios profanos a los que estamos acostumbrados, sino como la interrelación y combinación perfecta de todas las posibilidades conjugadas en una danza fantástica donde la naturaleza y sus reinos, las piedras, las plantas, los animales, los hombres, los dioses, los movimientos de los planetas y estrellas, su historia, sus colores simbólicos, los puntos cardinales y los ciclos semanales, mensuales, anuales y las grandes eras, o sea, el espacio y el tiempo, armonizados por la magia exacta e indudable de los números, jugaban un papel decisivo en este maravilloso universo trascendente en el que todo estaba incluido, no sólo en el presente sino también en el pasado y el futuro, en virtud de las leyes de la analogía y las del retorno indefinido.

Siguiendo este orden de ideas, nada más extraordinario como hallazgo científico y obra de arte que la propia agricultura, la que denota un conocimiento real de los ciclos y los ritmos, en los que precisamente se fundamenta.3 Sin embargo debemos recordar que si bien la cultura es arte, también el arte conforma la cultura. Y sin pretender un juego de palabras debemos valorizar aquí no sólo a las civilizaciones de pueblos sedentarios que han cristalizado sus conocimientos y habilidades tanto en la cultura del agro como en la construcción estable de su casa o ciudad en madera o piedra, o en sus calendarios, sino también en el arte y ciencia de los pueblos nómades o seminómades (algunos de los cuales practicaban algunos cultivos y se regían por determinados ciclos), los que conforman y crean una cultura perfectamente adaptada a sus características y ajustada a sus necesidades. Las sociedades nómades han sido también pueblos tradicionales, con una cosmogonía y una cultura clara y precisa, y no hordas salvajes sumidas en la bestialidad, como algunos imaginan. Tal el caso de numerosas tribus de América del Norte (Estados Unidos y Canadá) y cono sur de la América del Sur (Argentina, Uruguay y Chile).

En verdad, siguiendo con nuestro discurso, deberíamos ver a la religión como arte, a las formas de vida como arte, a las diversas ceremonias como arte, a la organización social y política como arte, etc., a saber: a todas las manifestaciones simbólicas como artísticas, capaces de transmitir y recrear las energías ontológicas del cosmos, modificándolo. De este modo surgen en nuestra mente como flashes innumerables imágenes precolombinas cargadas de poder y belleza: el arte del tatuaje y la pintura corporal, la técnica austera de los utensilios esquimales de pesca y caza, la cestería norteamericana, las cerámicas –retratos mochicas y chimús–, el arte de la plumería y la medicina de todas partes, los tejidos de Paracas y de Guatemala, las ciudades, templos y monumentos toltecas, nahuas, mayas y andinos, las ceremonias multitudinarias de danzantes con vestidos y tocados increíbles, como gigantescos espectáculos artísticos de movimiento y color. La orfebrería en oro de Colombia, Panamá y Costa Rica, los objetos de jade, las inmensas cabezas olmecas, los artefactos de uso cotidiano en general, la escritura maya, el juego de pelota y otros juegos rituales y sagrados. Asimismo la guerra como 'deporte', los caminos del Yucatán y de los incas, la ingeniería hidráulica de estos últimos y la de Tenochtitlan, asentada en un lago, la tradición oral (sus cuentos y leyendas), las pictografías, sus adornos simbólicos realizados en todos los materiales posibles. Y sus códices y libros santos, sus poesías, su música: arquitectura del espacio sonoro (y arte del tiempo fugaz, razón por la que nos han quedado de ella sólo los instrumentos con que se efectuaba), de base rítmica, en la que se entretejían las melodías y los sonidos de la naturaleza: el cantar del viento en la fronda, el rumor del río, del mar, los silbidos de los pájaros, el sonar de cascabeles repentinos, las irrupciones de rugidos animales o el tronar de la tormenta...

Todo esto constituye parte del arte tradicional, o sagrado, que como se puede apreciar, se diferencia completamente de lo que se entiende hoy en día por el arte 'religioso'. En realidad, la diferencia entre arte sagrado y arte religioso es la misma que aquélla que se establece entre el símbolo tal cual lo concibe una sociedad tradicional y/o primitiva, o sea, considerado como una energía-fuerza actuante, y la alegoría, tomada como una 'ilustración' de una verdad que ha dejado de ser palpable por sí misma, y por lo tanto ha de figurársela. Desde luego que existe una distinción, un espacio, diríamos, entre estas dos maneras de ver lo simbólico, siendo la segunda una degradación de la primera, estrechamente vinculada con una pérdida de 'visión' explicada históricamente por el paulatino oscurecimiento referido a la 'caída' y al fin del ciclo actual, donde lo auténticamente metafísico y el verdadero conocimiento han sido suplantados por la devoción y la piedad religiosa, de contenido moral, cosa que el arte no puede dejar de testimoniar.

Tampoco el arte pese a tocar constantemente temas trascendentales, o precisamente por eso, tiene por qué ser engolado, solemne y aburrido, cuando no amanerado, o ruidoso, o estrafalario, como suelen ser la arquitectura, las estampas sentimentales y la música religiosa actual, con las que se imagina mover a los fieles a la beatería, lo 'sublime', o conquistar adeptos. Al contrario, el arte tradicional es entretenido, alucinante y aun cómico, como se encargan de demostrárnoslo la mitología y las fábulas que se narraban oral y colectivamente. Inclusive puede ser ligero y hasta grotesco y prueba de ello es el arte cortesano-sagrado de todos los pueblos, en donde los bufones –para poner un solo ejemplo– como imagen invertida de los atributos de la realeza han cumplido papeles de este tipo. También la risa, como el juego, es catártica, y ambas producen rupturas de nivel en las tediosas versiones ordinarias de lo espacio-temporal procuradas por los sentidos a las que tendemos en razón de nuestra naturaleza. Debemos agregar que, en cuanto a las valorizaciones subjetivas que hacen a determinada obra fea o bonita, ellas no pueden ser sino secundarias, por relativas, en un tipo de visión como el que estamos exponiendo. Para la concepción del arte tradicional toda obra que traduzca, haga conocer, o manifieste el misterio de lo desconocido al nivel sensible, es necesariamente bella por ser una parte del todo y, por lo tanto, el todo mismo, lo que hace del arte auténtico una teofanía.

Hemos visto, a lo largo de estas páginas, la importancia otorgada al símbolo (y por ende al mito y al rito) en una sociedad tradicional, la que gira de manera total alrededor de lo sagrado –y lo expresa a través de la manifestación artística–, considerándolo el elemento central de su visión del mundo, y por lo tanto el meollo de su cultura. No hemos hecho sino destacar lo que todas las sociedades antiguas han consignado y lo que sus sabios u hombres de conocimiento revelaron como testimonio de su inspiración: el símbolo y la vía simbólica como vehículos esotéricos y mágicos para acceder a los arcanos más secretos de los misterios del ser, es decir, del hombre y el universo. Sin embargo, los símbolos y mitos hoy nos son desconocidos lo que es sumamente grave si se observan los indefinidos ritos de purificación, las ceremonias de toda especie, el constante honrar a las deidades para seguir obteniendo sus beneficios y no alterar el equilibrio cósmico, etc. practicados por las sociedades tradicionales y/o primitivas. Puesto que esos ritos se consideraban imprescindibles para la vida individual y social uno se pregunta, al verificar que desde muchos años atrás y en la época actual no se llevan a cabo, cómo han podido subsistir el ser humano y su sociedad hasta hoy. La respuesta no se hace esperar pues basta echar una mirada a cualquier periódico o a nuestro alrededor para verlo: ese ser se ha manifestado en plena crisis que ahora amenaza su propia integridad a escala universal. Ya que debemos saber que siempre el llamado fin de un mundo se ha producido por el caos que genera la degradación del símbolo y consecuentemente la ausencia de Conocimiento y la proliferación de las tinieblas.

Sin duda en esta obra se han manifestado algunos criterios dirigidos a aclarar los conceptos de mito, rito, cosmogonía y arte, así como ciertos símbolos fundamentales como el centro y el eje, el cuaternario, la distinción entre lo sagrado y lo profano, etc. Sin embargo, este libro está dirigido a un público occidental y contemporáneo adscrito –lo quiera o no– a los valores y criterios de la sociedad moderna. Para los actores o protagonistas de una cultura tradicional y/o arcaica, los conceptos antes enumerados, comenzando por los de símbolo, mito, rito y arte, no tienen ninguna razón de existir –para la mayor parte de ellos ni siquiera tienen nombre en sus vocabularios– pues son vividos de manera directa y no necesitan de una explicación intelectual o de una reflexión para ser, en el mejor de los casos, auténticamente comprendidos. Sencillamente constituyen la vida individual y grupal, y como tales están incluidos en la totalidad de sus pensamientos, creencias y acciones, que no se limitan a señalar lo sagrado, también lo generan. Somos nosotros, los hijos de esta 'civilización' los que tenemos que efectuar la larga labor de remontar la corriente de vuelta para encontrar lo original y permanente, lo que por otra parte no podía dejar de ser lo más sencillo, práctico e inteligente. Pero de ninguna manera nuestro viaje es vano. Bien por el contrario es imprescindible este retorno a las fuentes pues de este modo la psiqué da una vuelta completa sobre sí misma (sobre el contenido total de sus imágenes) y así regeneramos nuestro presente, lo que equivale a encontrarnos a nosotros mismos, descubrir un sentido a la vida y aceptar el destino. En verdad y bien mirado, es una extraordinaria oportunidad la de poder acceder al Conocimiento (con mayúscula) y a la Suprema Identidad por los caminos de comprensión de la cosmogonía, la ontología y la metafísica: manifestada por el arte de todos los pueblos, en este caso los precolombinos, en perfecta correspondencia con las del Viejo Mundo, por mediación de la Verdad también llamada Belleza, la cual es un estado de la conciencia que yace dormida en el alma del espectador y a veces hasta del propio hombre-artista. 
 
Por eso, si pudiéramos ver claro que tanto los símbolos del Viejo Mundo como los del Nuevo –y los de todas las culturas– se refieren a una misma y única realidad que esos símbolos describen, y atestiguan el conocimiento de una cosmo-teogonía universal como soporte de la realización ontológica y metafísica, entenderemos no sólo la unidad arquetípica de las tradiciones y su visión del mundo unánime, sino que este acontecimiento también se convertirá en un instrumento para abolir nuestro condicionamiento histórico y las concepciones mentales que trae aparejadas, convirtiéndose todo el proceso en una auténtica liberación de perspectivas impuestas y prejuicios que se vivirán como relativos, secundarios o equivocados. En el caso de las culturas indígenas el andamiaje de preconceptos, susceptibilidades y fantasías es tan vasto que derruir esas falsas estructuras interiores y salir de la ignorancia es una verdadera labor intelectual donde el estudio, la meditación y la concentración en el símbolo, las formas tradicionales, la filosofía y la antropología, la física y la metafísica, e igualmente el arte de los antiguos americanos nos servirán de vehículos catárticos de conocimiento. O sea que nos permitirán escapar de nuestras valoraciones tan ligeramente aceptadas y de nuestros condicionamientos a los que tan insensata como funestamente nos aferramos. Y esta labor de comprensión y síntesis preparará el terreno para cimentar un nuevo campo mental, un espacio diferente donde las cosas y la visión que tenemos de ellas y de nosotros mismos sea distinta y se viva como más auténtica y real en el sentido de no concebirlas –o de no concebirnos– como entes aislados del contexto y tan sólo como objetos entre objetos. Sino que optaremos por vivirnos como sujetos del Conocimiento y por ende como partícipes de algo vivo y misterioso, siempre actual –y por lo mismo ahistórico, o transhistórico– susceptible de ser realizado por cada individuo en el secreto de su intimidad.

Tanto para los nacidos en Europa como para los americanos, descubrir en estos tiempos que corren que los símbolos y las manifestaciones culturales del Viejo y el Nuevo Mundo se refieren a las mismas realidades y son esencialmente idénticos (pese a que su cultura y educación niegan esos símbolos y sus significados y por esa razón esto se desconoce) es un choque emocional e intelectual. La aceptación auténtica de este hecho equivale a un trabajo consigo mismo efectuado en profundidad, que desembocará en la abolición de todo un mundo de imágenes caducas con el consiguiente nacer de nuevas perspectivas de todo tipo. Es igualmente conciliar los opuestos de dos culturas aparentemente contradictorias y asimilar la herencia de ambas en el punto aquel en que ellas no se excluyen sino se complementan. Y es tal vez encontrar de manera personal el sentido del descubrimiento de América cantado por San Juan de la Cruz como el hallazgo 

"de una ínsula extraña" tomada por Tomás More como capaz de albergar su Utopía, imagen de un verdadero mundo nuevo, simbólicamente situado en lo que entonces eran las Indias, y posteriormente  "la tierra firme del mar océano",  paraíso mítico directamente vinculado con una nueva posibilidad de ser, lo que es lo mismo que encontrar en lo individual un destino histórico en un mundo significativo.
NOTAS 
1 "Nada hay de extraño en que los más desprovistos de instrucción tomen a las estatuas como bloques de piedra o de madera, exactamente como aquéllos no ven en las estelas, las tablas o los libros, más que piedras, madera o papiro encuadernado". Porfirio, De las imágenes de los dioses.
2 Debemos recordar que los números son conceptos de relación.
3 Hay que hacer notar que siempre se atribuye a un dios esta revelación de la agricultura, como es el caso del 'regalo' del maíz para los precolombinos.