CAPITULO XIII
ALGUNOS SIMBOLOS FUNDAMENTALES
En términos generales la filosofía es la expresión de un pensamiento que se entrelaza con otros, constituyendo esquemas conceptuales que desembocan en una idea de la vida, el mundo y el hombre, en una cosmovisión, una cosmogonía. Esa síntesis de imágenes no tiene necesariamente que tener un desarrollo lineal y lógico en el sentido racionalista del término. El discurso del pensamiento humano se manifiesta de diversas formas, y entre los pueblos arcaicos que sin duda están más cerca de los orígenes, se expresa mediante unidades asociativas que se relacionan a través de analogías, con base en la naturaleza misma de las cosas, y cristaliza en símbolos, mitos y ritos con los que se aprende la realidad de manera directa e intuitiva, al contrario del artificio 'lógico', que la presenta de modo indirecto y sucesivo. La filosofía actual ha olvidado sus propias raíces y sólo se refiere a deshumanizadas especulaciones y a 'sistemas' abstractos y clasificatorios totalmente alejados de la realidad, a la que considera como un objeto a tratar de forma intelectual; algo que debe pasar por el análisis de la mente antes de otorgarle categoría existencial. Al contrario, la filosofía de los pueblos primitivos se mantiene en un estado de pureza y de comunicación entre el universo y el hombre, (macro-microcosmos) mucho más desarrollado; por lo tanto permite una mayor comprensión de las cosas y consecuentemente un conocimiento más amplio de los diversos planos que constituyen la realidad. Este tipo de Filosofía es perenne y universal, y se corresponde con una cosmovisión tradicional y unánime que se ha dado en todos los lugares y tiempos, ya que existen en la naturaleza leyes constantes de causalidad, número, espacio-tiempo, etc. 

Sin embargo, la actitud racionalista (que desemboca en la visión material) es hoy la 'oficial', y denomina despectivamente como 'pre-lógica' a su opuesta. También hay cierta confusión con respecto al término 'primitivo'; todas las grandes civilizaciones han sido en sus orígenes primitivas, y su madurez no es sino el desenvolvimiento de sus potencialidades. Ahora bien, si se quisiera mencionar con esa palabra a un individuo incivilizado, inculto, ignorante, de mente estrecha, estaría mejor aplicada a un habitante de las grandes ciudades actuales que al miembro de una comunidad arcaica. 

Los pueblos arcaicos y tradicionales han utilizado fundamentalmente al símbolo como forma de comunicación, lo que establece una perpetua relación entre el signo y la cosa simbolizada. Todos sus conocimientos se expresan simbólicamente porque sus símbolos sagrados manifiestan de modo real y verdadero las energías que ellos representan y de las que son mediadores. El símbolo es mágico en virtud de la analogía que lo liga indestructiblemente (y lo identifica) con aquello que está simbolizando. Entre estos símbolos son de extraordinaria importancia mágica y sagrada los números y las figuras geométricas, que toda sociedad arcaica ha conocido y con los que ha simbolizado el cosmos y sus vibraciones, en virtud de que esos números y figuras geométricas poseían las energías invisibles que ellos mismos atestiguaban, en perfecta correspondencia con sus características visibles. Dos de esos símbolos geométricos están muy destacados en las sociedades indígenas; nos referimos al círculo y al cuadrado (y a los derivados de ellos), este último en estrecha relación con el número 4, número de la cosmogonía presente en toda manifestación (y también con el número 5, posibilidad de lo supracósmico e inmanifestado) como anteriormente se ha aseverado. Con respecto al círculo, nos dice Black Elk, célebre sabio indígena, heredero directo de la tradición de las llanuras norteamericanas:
 

"Advertí que el aro sacro de mi pueblo era uno de los muchos aros que constituían un círculo, amplio como la luz del día y el resplandor de las estrellas, y en el centro había un poderoso Árbol Florido que cobijaba a todos los hijos de padre y madre. Y observé que era santo.  

El poder del universo actúa siempre mediante círculos, y todas las cosas tienden siempre a ser redondas. En los antiguos días, cuando éramos un pueblo feliz y fuerte, recibíamos nuestro poder del aro de la nación, que era santo, y mientras el círculo permanecía completo, el pueblo florecía. 

El Árbol Florido era el centro vivo del círculo y la vida del ciclo de las cuatro direcciones lo alimentaba.  

Todo lo que hace el poder del universo lo hace en forma circular." 

 
Esta idea de circularidad asociada al viento que se arremolina y a todos los fenómenos naturales, anímicos y materiales, e igualmente vinculada a la idea de ciclo, reincidencia, totalidad, y en especial a la de centro, eje, generación y vida, se la puede encontrar en las distintas tradiciones conocidas. Entre los chinos la figura circular está asociada al cielo y se le atribuye valor numérico nueve. La forma cuadrangular se vincula con la tierra. Sin embargo, hay una íntima relación aritmética y geométrica entre las dos y ambas están constituidas por 4 ángulos de valor 90º=360º. En cuanto a la esfera y al cubo, que son las representaciones volumétricas del círculo y el cuadrado, también están emparentados, aunque el primero es más perfecto que el segundo pues todos sus puntos límites se encuentran a igual distancia del centro, y este último se halla como anquilosado, o constreñido con respecto a aquél. La espiral (y la doble espiral) se asocia con la forma circular, aunque por la analogía antes mencionada hay espirales cuadrangulares en tejidos, cestas, cerámica y monumentos indígenas. No sólo la cuaternidad se manifiesta por el cuadrángulo, sino que lo hace además por la cruz (motor interno de la circunferencia) y su centro. También de modo secundario por guardas 'griegas' o grecas escalonadas, por ejemplo, e inclusive por svásticas. Ambas representaciones simbólicas de la forma cósmica aún son actuales en distintos ritos, ceremonias y concepciones, y se hallan en perfecta correspondencia con otras cosmogonías, vivas y muertas, que sintetizaron con estos símbolos su filosofía y visión del mundo. 

Esta identidad simbólica entre distintas tradiciones no tiene nada de asombroso o casual cuando se sabe que estos símbolos universales y unánimes están relacionados efectiva y verdaderamente con la trama del cosmos, constituyendo su estructura, y están vivos en las entretelas interiores del ser humano y el 'inconsciente colectivo' o 'genio de la especie'. El concepto metafísico del cuaternario se encuentra expresado de manera dinámica y abierta en forma de una cruz inscrita en una circunferencia, y de modo estático y cerrado en el cuadrángulo. Este cuaternario, que se refiere a las direcciones del espacio, a los períodos del tiempo, a los 'colores' de cualquier manifestación y a sus etapas procesuales, según llevamos dicho, es el elemento conceptual común que permitió la fusión de las culturas indígenas con las europeas posteriormente al descubrimiento. A estos conceptos direccionales habría que sumar el de arriba-abajo (lo que convertiría al círculo en esfera y al cuadrado en cubo agregándoles una nueva dimensión) presente igualmente en ambas culturas, las que, reiteramos, utilizaban análogamente como clasificador de nociones al número cuatro. Un cubo gigantesco subdividido en innumerables cubos pequeños (o una malla de red o un cuadriculado) configura un plan del mundo similar al de una esfera que se parte en innumerables esferas, manteniendo estas dos perspectivas incólume la idea de un centro (o de un eje en lo volumétrico) arquetípico a partir del cual toda progresión es posible. Las coordenadas espacio-temporales de un conjunto cúbico tienen como fin fijar ese conjunto en la inestabilidad del devenir, tal como lo hace el organismo vivo de la ciudad, el templo o la casa habitación. El desarrollo de una entidad cuaternaria se efectúa a partir de un centro de irradiación, alcanza sus propios límites y retorna por las mismas vías a su origen, irrigando y revitalizando perpetuamente su estructura. El cuaternario es, pues, una suma de intervalos imprescindibles, mágica y sagrada, un entrelazamiento de energías horizontales y verticales que se expresa de manera análoga a través de las formas del círculo y el cuadrángulo. Y es capaz de organizar y mantener la vida social e individual, por su misma categoría de símbolo, apto por lo tanto para emular y recrear la energía del cosmos que él mismo representa. 

El cuatro es igualmente el plano cuadrangular de base de la pirámide precolombina, uno de los monumentos más típicos de esta tradición, donde se superponen de mayor a menor distintos pisos escalonados. Esta figura sin duda indica un ascenso gradual o una división vertical jerarquizada, lo cual resulta evidente si advertimos que estas construcciones eran templos y los más altos jerarcas sociales, o sea los sabios y sacerdotes, habitaban y oficiaban en ellos. El plano de la pirámide precolombina está constituido por cuadrángulos dentro de cuadrángulos, o un cuadrángulo central contenido por otros. Esta imagen suele darse en distintos pueblos articulada del centro a la periferia, y conforma tanto el modelo de la organización social como el de la ciudad-estado,** donde el sacerdote-emperador, habitando en el centro, o mejor, en ** el eje que liga tierra-cielo, estructura y jerarquiza su reino. Cuatro vías comunican el interior con lo exterior, las que son representadas en lo tridimensional por cuatro escaleras que unen la sumidad con la base como en las pirámides precolombinas. 
 
Con referencia a la espiral y la doble espiral que se encuentran por doquier en América, igual que en las culturas extracontinentales, diremos que esa variación de la figura del círculo denota en el plano una salida de la reincidencia y, por lo tanto, manifiesta la evolución a otros planos más elevados, como es el caso de los zigurats babilónicos y, como acabamos de ver, de la pirámide precolombina. Sólo que esta es cuadrangular con respecto a los montes babilónicos que son circulares, pero ambos son representaciones del 'Axis' y la sumidad. También existe una espiral involutiva, además de la evolutiva, y ambas se conjugan en el signo de la doble espiral, que se rebobina permanentemente. A la espiral superior y aérea corresponde otra inferior, y subterránea. Ambas están unidas por el plano cuadrangular de base, y la superior se refleja en la inferior como en la superficie de las aguas. Ambas son análogas pero se encuentran invertidas como el día con respecto a la noche. Esta concepción indígena en la cual los cielos o las gradas son nueve, se encuentra de perfecto acuerdo con la Tradición Occidental y medieval, los gnósticos griegos, la cábala hebrea, la cosmogonía árabe, el pensamiento de Ptolomeo y la Divina Comedia de Dante. Es curioso y sorprendente que los europeos tuviesen una cosmogonía idéntica a la de los indios y no fuesen capaces de advertirla cuando era obvia en algunos símbolos monumentales que estaban a la vista y que eran templos, así como en la cosmología precolombina relatada de manera oral, en la que expresamente se habla de nueve o trece cielos.1 Es más curioso aun que esto no se haya destacado hasta el presente, cuando hay una completa información al respecto, tanto en estudios efectuados acerca de la Tradición Precolombina como en los realizados sobre la Filosofía y la Cultura de Occidente. Sin embargo, este hecho de la correspondencia de determinadas ideas, en particular en los ritos y ceremonias religiosas, se hizo patente para ciertos sacerdotes y frailes que destacaron analogías y supusieron que los indígenas ya habían sido evangelizados (en particular por Santo Tomás) o tenían idénticos orígenes culturales a los suyos, a saber: eran ramas ambos del árbol judío; esto sin contar las referencias clásicas y otras presentes en la obra de algunos cronistas. 

La espiral es, por lo tanto, un símbolo de descenso-ascenso y un medio de comunicación entre los planos subterráneos, el terrestre y los celestes, recorrido que se efectúa en cualquier iniciación y en toda génesis (la del día, la del mes, la del año, etc.) donde se debe morir a un estado para nacer a otro, regenerando una vez más el proceso cósmico del que derivan los diferentes procesos y de los que participan los astros, dioses de la tierra, y el inframundo. 

Fernando Ortiz, un americanista, escribió un grueso libro sobre la espiral, en el que la identificó en distintas culturas y religiones comparadas, en la naturaleza, etc. Por varios motivos es muy valioso ese trabajo de estudio y erudición. Sin embargo, en su ensayo vincula este símbolo exclusivamente con el huracán (en especial con los ciclones americanos) y con los vientos en general. La espiral, al revés de lo que piensa el autor, no simboliza al huracán sino éste a aquélla. Pues la espiral manifiesta simbólicamente, además de lo anteriormente dicho, un proceso arquetípico presente en toda creación, la de una energía centrípeta y una fuerza centrífuga coexistiendo en cualquier organismo, lo cual es también ejemplificado por las trombas, ciclones, tornados (o deidades benéficas-maléficas de los vientos), entre multitud de otros objetos y fenómenos.2  

Las 'grecas escalonadas', que prácticamente identifican a las culturas precolombinas, están netamente emparentadas con los meandros griegos y son variaciones de las espirales, hélices y ondas circulares que representan un todo continuo, sin principio ni fin, y se las suele usar entrelazadas y formando cadenas, o encuadrando imágenes planas con igual sentido.3  

Lo mismo sucede con la svástica que, por sobre todo, es un símbolo del polo y de los movimientos alternos que se efectúan a su alrededor. Sin embargo estos símbolos poseen, además, otras significaciones complementarias relacionadas con la forma cósmica, las que no podemos tratar aquí en extenso. En cuanto al simbolismo de la cruz, repetiremos que es la estructura interna de la cosmología precolombina, aunque este hecho tuvo que ser inmediatamente escondido, negado y tergiversado por el cristianismo. 

Otra cosa interesante que merece destacarse es la 'coincidencia' en la idea de la Creación Universal por intermedio de la palabra, o Verbo, lo que aparece atestiguado por textos cristianos e indígenas: Génesis, Evangelio de Juan, Chilam Balam de Chumayel, Popol Vuh, Códice Vaticano, etc. Tal vez este último punto nos parezca mas profundo que la constatación de sacramentos análogos, tales el bautismo, la confesión, la comunión (y obviamente el orden sagrado) señalados por varios cronistas como propios de los aborígenes, y que ya hemos apuntado. 

También llamó mucho la atención, como llevamos dicho, el conocimiento que demostraron los nativos acerca del diluvio, y sobre todo la existencia de vírgenes que parían héroes salvadores y civilizadores, y la presencia de un Padre y un Hijo, de un Dios sumo y un hombre dios. 

Sin embargo parecería ser que perdidos los descubridores en diferencias mínimas, como si los indios usaban o no zapatos, andaban semidesnudos, se dejaban largos los cabellos y se pintarrajeaban la cara y el cuerpo, o se asustaban de los caballos y se sorprendían de casi todo (en verdad eran ingenuos y por lo tanto fueron tomados equívocamente por tontos), no supieron advertir, o no quisieron o pudieron, la extrema semejanza de ciertos conceptos claves entre ellos y sus conquistados, los que, lógicamente, por su calidad de vencidos debieron adaptarse inmediatamente a las circunstancias del invasor, sin que casi ningún español se interesara en absoluto por el mundo indígena sino para sacar provecho: los soldados, oro y riquezas; los sacerdotes, conversos y fieles. Y mientras la raza roja se amoldaba a la cultura europea de la época para sobrevivir y profesaba la fe católica con el fin de preservar sus ritos (hicieron inmediatamente de la cruz un estandarte, de la Virgen María la tierra virgen y la energía pasiva y sapiente, de los santos sus dioses, y continuaron practicando los sacramentos de modo cristianizado, realizando muchas de sus ceremonias ahora dentro de la iglesia) los blancos en cambio sólo adoptaron ciertas comidas indígenas y las suficientes palabras como para distinguirse como criollos. Pero no debemos equivocarnos al juzgar: la mayoría de los cristianos de hoy en día cree en un dios histórico y personal, siendo sumamente supersticiosos, al igual que los protagonistas de la conquista, con el agravante de que, en lo que toca al tema de lo precolombino, o al de las religiones comparadas, sin ir más lejos, mucho se ha investigado y conocido desde los siglos XVI y XVII a la fecha. Por eso no debemos asombramos; ya hemos mencionado con anterioridad que los cristianos no conocen su esoterismo y que es casi desconocida en el mundo la existencia de la Filosofía Perenne. Tampoco se sabe que el universo tiene un modelo, un plano, y su conocimiento es la cosmogonía y que esta ciencia ha sido conocida por todos los pueblos merced a su estructura arquetípica. También se ignora que lo humano es siempre lo mismo, que se trata de un hombre análogo aunque se vista con indefinidos ropajes, se cubra con innumerables formas y se llame con diferentes nombres en la cinta reiterativa de la Historia; y por lo tanto sus ciclos son iguales, sus necesidades las propias, sus instituciones semejantes, sus religiones similares y su Dios idéntico, pese a la impresionante variedad que toman las distintas humanidades y las formas culturales, sus caleidoscópicas maneras. Sólo en épocas de oscurecimiento y destrucción los hombres olvidamos estas cosas. Este es el caso actual, signados nuestros días por el fin de un ciclo que comenzó su merma en forma crítica y vertiginosa desde el fin de la Edad Media y el Primer Renacimiento gracias a la Reforma y la Contrarreforma, conformando la llamada 'Época Moderna', precisamente la que ha visto nacer a las ciencias actuales, y a su hijo: el hombre contemporáneo y sus ignorantes concepciones contrapuestas a la Cosmogonía Unánime y Universal, a la Filosofía Perenne. Vale hacer notar que en esta misma época ha sucumbido la Tradición Precolombina.

NOTAS  
1  En este último caso se suman los 4 de la base a los 9 aéreos, quedando siempre intactos los 9 subterráneos. La suma siempre es 9 + 4 + 9 = 22.
2  Ver Fernando Ortiz, El Huracán, F. C. E. México, 1947. Ver también Jill Purce, The Mystical Spiral, Thames & Hudson, London 1974.
3  Ver Hermann Beyer. El México Antiguo, Tomo X, 1965.