CAPITULO VI
ALGUNOS ERRORES FILOSÓFICOS
Se lo quiera o no, la visión que tenemos de una cosa o un tema tiene un enfoque particular, está teñida por un color al que no es para nada ajeno el punto de vista, el ángulo de nuestra visión. Eso es particularmente cierto en el orden intelectual ya que el bagaje de ideas, preconceptos, gustos, atracciones y fobias con que está condicionado nuestro pensamiento y aun los propios sentimientos, se halla limitado por las circunstancias de espacio y tiempo en que nos ha tocado existir y que, aprendidas como la realidad, marcan y encuadran nuestra posición ante las cosas, así se trate de las más profundas creencias o de los hábitos superficiales. Esta limitación en que la mayor parte de las veces no reparamos y con la que inconscientemente nos identificamos de manera apriorística está dada en términos culturales por el imperio de determinados parámetros relativos a nuestro tiempo histórico y a nuestro espacio geográfico. Con respecto al primero diremos que nuestras convenciones, o las ideas de nuestra época, determinarán nuestra visión; en relación con lo segundo afirmaremos que los supuestos de la llamada civilización moderna son claramente occidentales y han terminado por invadir todo el orbe. Esta doble circunstancia se advierte especialmente en la comprensión de las tradiciones prehispánicas que son descubiertas precisamente en el momento en que Occidente había ya cortado con su propia tradición que perduró hasta los comienzos del Renacimiento italiano, y se prolongó hasta el siglo XVIII, (aunque en forma 'oculta' se ha perpetuado hasta hoy) a partir del cual la realidad del símbolo se transforma en alegoría –para posteriormente perder todo su sentido– y se desencadenan una serie de hechos y circunstancias que llevarán a un corte con los principios universales, de los que ninguna auténtica civilización había prescindido, que serán olvidados y considerados como antiguallas a las que se opone un sólido progreso que de ninguna manera puede tolerarlas. Esto ha desembocado de malentendido en malentendido, de error en error, en los tiempos actuales, los que han heredado fielmente la equivocación de una serie de supuestos filosóficos, que si bien tienen su antecedente en los propios griegos, culminan en el Renacimiento degradado concretamente con la Reforma y la Contrarreforma y sus lógicas consecuencias: el materialismo espiritual, el racionalismo cartesiano, la revolución industrial, la producción como fin en sí, el consumo y la deshumanización técnica. 

No es el caso de tratar aquí de la decadencia de Occidente, sino el de desentrañar algunas concepciones propias de los estudiosos de lo americano, íntimamente relacionadas con su tiempo y cultura y que aun siendo propias de los últimos siglos tienden a ser atribuidas al hombre universal de todos los tiempos y todos los espacios, es decir a negar las formas vivas de las vastísimas culturas anteriores, endilgándoles características propias del Occidente moderno, el que mesiánicamente se inventa como rector y redentor del salvajismo y del atraso, como el patrón de una supuesta verdad oficial o científica que nos hace –como integrantes de la cultura moderna– de alguna manera superiores; por lo que a veces debemos perdonar caritativamente a las civilizaciones antiguas por sus deficiencias, como alabar determinadas de sus virtudes para demostrar que, al fin y al cabo, sus integrantes no eran absolutamente tontos, o salvajes mal intencionados. Eso cuando no se las repudia de plano. Aunque por cierto ese no es el caso de todos aquellos que con intenso amor, paciencia y completa dedicación se han ocupado de la ardua, bella y fatigosa tarea de la investigación americanista. Empero eso no quita que se acercaran a los temas de su especialidad con su bagaje cultural, el de su tiempo, y está de más decir que si éste se hallaba compuesto por ideas filosóficas que ya eran erróneas en la antigüedad clásica, éstas han de signar su punto de vista a pesar de sus méritos y de los muchos hallazgos útiles o empíricos que hayan encontrado y que generosamente nos legaran. 

Se escandaliza el padre Joseph de Acosta, con un enfoque netamente religioso, de que aun conociendo a un Ser Supremo y Hacedor los indígenas no tuvieran un nombre específico para Él, sino que lo nombraran a través de diversas deidades intermediarias: 
 

    "De donde se ve cuán corta y flaca noticia tenían de Dios pues aún nombrarlo no saben", 
 

aunque paradójicamente destaca lo impresionante de los templos y ritos y la 'religiosidad' de las gentes y particularmente, refiriéndose a su cosmogonía anota con sagacidad: 
 

    "parece que tiraban al dogma de las ideas de Platón". 
 

En verdad nada extraño tiene el no nombrar directamente a la deidad. Es más, la doctrina Tradicional considera Innombrable a la Suprema Identidad por su misma esencia supracósmica no sujeta a ninguna determinación –y por lo tanto al nombre–, la cual se expresa mediante sus atributos, es decir los nombres divinos, tema que, claro está, se halla íntimamente relacionado con los arquetipos platónicos, sin mencionar al sufismo islámico y la cábala hebrea, vigentes en el mismo espacio histórico, es decir, contemporáneos con las civilizaciones precolombinas.1 

De otro lado, los indígenas sometidos por el imperio inca llamaban huaca a la presencia de lo sagrado y lo mágico-telúrico en cualquiera de sus múltiples formas o manifestaciones (piedras, montañas, ríos, astros, fenómenos celestes y terrestres, cruces de caminos, cultos a los muertos, etc.), las que por cierto se hallaban por doquier en un mundo y un espacio mental sacralizado.2 Es no conocer el pensamiento simbólico tradicional –no saber cómo la antigüedad concebía y vivía el símbolo– el deducir por una simple lectura exterior (además casi siempre sujeta a la moda), que los indígenas eran politeístas, idólatras, animistas o naturalistas, por este hecho. Sencillamente reverenciaban los innumerables estados de un Ser Universal –la deidad, lo santo– que se manifestaba en todo su entorno como hierofanías. 

Por eso se trata ahora de destacar algunas ideas erróneas –o preconceptos– que se refieren a ciertas posturas determinadas por las corrientes intelectuales en boga en este o aquel período. No queremos hacer un listado de ellas, ni una clasificación exhaustiva, por considerarla vana y no adecuada a estas circunstancias, pero sí podemos referirnos a algunas de las más comunes al pasar –y sobre las cuales volveremos a lo largo de este libro–, nacidas casi todas ellas, como ya se ha dicho, de la ciencia positivista del siglo pasado, heredera del racionalismo y el evolucionismo y sus secuelas; ideas progresistas que si bien hoy en día no tienen ningún sustento, es decir, que han sido abandonadas aun por la 'ciencia' empírica más reciente, sin embargo permanecen absolutamente vigentes como factores de poder social, esgrimidas por ciertos personajes con su petulancia característica. 

Ya hemos mencionado que es falso considerar a las sociedades precolombinas como politeístas, animistas o naturalistas y mucho menos idolátricas. En el primer caso, el considerarlas de este modo equívoco es común con lo que sucede respecto a todas las tradiciones y religiones que ven a la energía de la deidad encarnada en numerosas formas, en diversos dioses, o mejor, númenes, principales o secundarios, descendentes o ascendentes, que manifiestan atributos del Ser Universal. Entre antiguos y modernos es el caso de los griegos, romanos, egipcios, nórdicos, célticos, caldeos, mazdeístas, hinduistas, budistas, extremo orientales, etc. En el judaísmo, el cristianismo y el islam, análoga función cumplen arcángeles, ángeles y seres divinos, es decir como intermediarios, símbolos o mensajeros de la Suprema Identidad. En el caso segundo se piensa que los pueblos a los que se endilga el nombre de animistas –generalmente a los 'primitivos'–, eran víctimas del terror que les producía el cosmos al que rendían tributo y pleitesía por considerarlo animado. Se confunde la reverencia a la vida y el temor o respeto a lo sagrado con una ignorancia tal que fuese capaz de concebir espíritus malignos o benignos como entidades independientes, dotadas de vida propia, casi materializadas, en las que se supone ellos creían literalmente y a las que ciegamente obedecían. Eso sólo cabe en la mentalidad de los contemporáneos que son los que hacen los argumentos de las películas de indios y vaqueros y de caníbales y exploradores. El tercer error está emparentado con el anterior, como lo están todos entre sí. La visión 'naturalista', de la que tal vez en el mundo fuera el mejor exponente un buen escritor, J. Frazer, es reducir todos los mitos, símbolos y ritos de los primitivos y arcaicos a meros reconocimientos de fenómenos naturales o astronómicos a los que se asignaba categorías mágicas, cuando sólo son hechos comprobables científicamente y perfectamente normales. Muchos de los investigadores que han seguido esta línea tienen el enorme mérito de haber visto la relación entre ciertas creencias, usos y costumbres con el acontecer del cielo y de la tierra, ciclos de los astros y la generación, etc., pero yerran al limitar la comprensión de los americanos a la simple constatación de los acontecimientos y su consecuente y maravillado asombro ante los mismos, lo que los llevaría a la adoración de esas fuerzas en sí. Por el contrario esas energías sólo son manifestaciones de principios invisibles que ellas expresan y de los cuales son sólo el símbolo. Las civilizaciones precolombinas acreditaban en lo sobrenatural que como todo el mundo sabe es aquello que se encuentra más allá de lo natural, aunque expresado en la sacralidad simbólica de la naturaleza. Finalmente el llamarlas idolátricas supone ver en la imagen física del dios, lo que éste se encuentra representando. Puede que esto haya sucedido en algún caso o momento –como asimismo en el judaísmo, y el cristianismo– pero más bien parece haberse basado esta hipótesis en el celo de los sacerdotes católicos, quienes no veían sino ídolos o formas demoníacas en todo lo que no fuera el Jesús de la Inquisición europea. 

Otra equivocación nos parece aquélla que considera que las lenguas precolombinas no prosperaron, queriendo decir con ello que no llegaron a tener escritura fonética.3 Bien al contrario de lo que suele pensarse las representaciones ideogramáticas y jeroglíficas son muchísimo más ricas –para los pueblos que las viven, que no para nosotros que no las comprendemos–, y sutiles a la par que sencillas y de comprensión inmediata. Promueven innumerables operaciones mentales asociativas y amplían las posibilidades intelectuales de los individuos y sociedades que se manejan con estos códigos. Por otra parte su poder evocativo y la pluralidad de sus imágenes posibilitan continuas síntesis y amplían la universalidad de la conciencia. Designan varios planos o espacios volumétricos donde pueden combinarse distintas lecturas y conceptos entre sí. Aún hoy el chino es parcialmente ideogramático y bien se sabe del refinamiento de pensamiento de esa civilización. En realidad todas las escrituras han sido en su origen ideogramáticas y se han ido corrompiendo –como todas las formas culturales– en la simplificación fonética y luego alfabética. La que a fuerza de limitar el concepto y fijarlo, lo cristaliza particularizándolo –y lo separa del conjunto–, restándole además poder creativo, generador. Esta actitud corre pareja con el cambio cíclico de las sociedades y el paso de una mentalidad intuitiva, sintética y analógica –con la que se aprehende directamente– a la razón, la multiplicidad del análisis y la lógica, que son indirectas. 

La ciudad en su apogeo, la civilización, es decir, las grandes culturas clásicas tal cual hoy las apreciamos, o sea como módulos rígidos que anuncian su próximo quebrantamiento y desaparición, son los mejores ejemplos de este último aserto. También lo es la filosofía como intento empírico y racional, que debe ser vista como una expresión decadente ya que implica en sí misma una acción: el amor a la sabiduría, que se ha de estimular cuando se ha perdido el Conocimiento. Los modelos o moldes que este período cultural implanta son tan rígidos como las murallas, fortificaciones y construcciones en piedra de la ciudad, las que se transponen al pensamiento de sus habitantes, los cuales son así protagonistas inconscientes de esa solidificación. 

Se ha dicho asimismo que los indígenas no tenían -y aún no poseen- 'personalidad'. Esta crítica es curiosa. Se condena una forma de ser que, por no habitual, es juzgada como una deficiencia en el otro. Pueblos que creen que su exilio es la tierra, su morada accidental, y su destino y origen el cielo, al que deben retornar, difícilmente pueden considerarse como individuos 'personalizados' tal cual es el ideal moderno, el que por otra parte es la antítesis de cualquier enseñanza tradicional.4 

Laurette Sejourné, una de las más valiosas y lúcidas investigadoras de lo precolombino, critica a otro importante estudioso –Eduard Seller– por tener una visión propia de su tiempo y situación, pero ella cae en el mismo error en su libro Pensamiento y Religión en el México Antiguo en donde pese a acertar al relacionar la teogonía y cosmogonía (y la forma de vida social e individual) de los precortesianos con la iniciación –hecho perceptible en todas las sociedades tradicionales– se equivoca al atribuir a ésta un simple carácter religioso, devoto o ascético, reduciéndola así casi a un formalismo piadoso. Efectivamente, en el texto ya citado se afirma por un lado que Teotihuacán era la ciudad de los dioses que  

    "lejos de implicar groseras creencias politeístas evoca el concepto de la divinidad humana" 
 
    "no era otro sino el sitio donde la serpiente aprendía milagrosamente a volar; es decir donde el individuo alcanzaba categoría de ser celeste por la elevación interior."
     
Pero por otro, esto que sin duda fue así, queda desvirtuado cuando se asocia la elevación interior con ideas religiosas donde lo 'místico' y lo 'moral' son equiparados al proceso iniciático de Conocimiento, lo que resulta parcial y equívoco, lo mismo que seguir pensando que la magia es un estado previo a la concepción religiosa. 

Con respecto al criterio que afirma que los indígenas carecían de historia, y lo señalan como un atraso de estas sociedades, o un defecto, sólo recordaremos la conocida sentencia:
 

    "los pueblos felices no tienen historia."
 

Y no la tienen porque su modo de pensar, su cultura, no hace hincapié ni subraya lo sucesivo, fragmentado e individualizado –salvo en el señalamiento de ciertos acontecimientos cíclicos manifestados en sus genealogías y sucesos míticos– sino lo simultáneo, y viven así un presente indefinido, siempre nuevo, pues constantemente se regenera.5 La visión histórica actual otorga al tiempo histórico una cronología horaria y lineal y le asigna una pretendida realidad objetiva, que no es tal sino en la mente subjetiva de los contemporáneos. Concebir a la historia, a la filosofía, o a la literatura, no es como se piensa un adelanto social, o una etapa cultural superior, sino por el contrario, el índice más neto de una degradación inconvertible. Eso es lo que ha sucedido con la antigüedad clásica, con los griegos, de los que somos herederos directos, y que conjuntamente con otras corrientes ha dado lugar a este Occidente decadente, que ha ido también ganando al Oriente, hoy día acollarado a la estrepitosa caída de la sociedad moderna. 

Ahora bien, si estas apreciaciones que acabamos de verter están hechas desde un punto de vista determinado por el espacio y el tiempo (y las ideas y concepciones que en ellos confluyen), también nuestro enfoque lógicamente ha de estar sujeto a estos vaivenes y modas culturales. No creemos que esto sea así por habernos ubicado desde la perspectiva de la Philosophia Perennis, es decir de un pensamiento permanente, no sujeto a las fluctuaciones, por ser arquetípico y tradicional, el cual se expresa en forma unánime a través de símbolos y estructuras culturales en el seno de cualquier sociedad. Este es precisamente el objeto del estudio de la Simbología –o la Simbólica–, ya que esta ciencia considera al cosmos y al hombre en su totalidad, y en última instancia toma a todas las manifestaciones como simbólicas, especialmente a las culturales.  

Por otra parte siendo el símbolo el puente entre lo conocido y lo desconocido, el Conocimiento que promueve la Simbología toca al plano invisible, o no conocido, por mediación del símbolo, que lo está representando en el plano de lo visible, o conocido. No nos atrevemos a decir que este punto de vista que sustentamos tiende a lo esotérico, porque esta palabra hoy parece indicar algo que está como fuera de la realidad. También por el descrédito en que ha caído este término, entendido como el secreto por el secreto mismo, es decir como sinónimo de mistificación. Pero si viéramos en esta palabra lo que en verdad expresa, su contraposición con lo exotérico como dos modalidades de una misma cosa, las dos faces de un tapiz, siendo la exotérica la brillante y descriptiva, y la esotérica la de la oscura trama y urdimbre –o en otras terminologías lo externo y lo interno, o la existencia y la esencia–, podríamos entonces convenir en que la simbólica, al tomar al símbolo como objeto de su estudio, se acercará cada vez más a lo desconocido por conducto de lo conocido. 

NOTAS
1 Los guaraníes adoraban a un Dios llamado Tupá, cuya traducción es ¿quién eres?
2 Los iraquíes y otros indios norteamericanos denominaban Orenda a esta presencia. También la encarnaba Manitú, el Gran Espíritu, llamado por los sioux Wakan-Tanka, siendo Wakan en esa lengua la palabra genérica para todo lo sagrado, es decir, para todo aquello –objeto, fenómeno o ser– que tuviera el poder de transmitir la energía de lo divino, en particular a la naturaleza como imagen o huella de lo sobrenatural. Obsérvese que los términos Wakan y huaca son prácticamente idénticos. Esta es una de las paradojas de lo precolombino ya que ciertas lenguas de tribus mediterráneas norteamericanas son de la misma familia que el quechua, aunque a miles de kilómetros de distancia y separadas por infinidad de otras lenguas.
3 Un ejemplo claro de esto se halla en la introducción al Códice Borbónico hecha por Francisco del Paso y Troncoso, en su comentario a dicho código. Editorial Siglo XXI, México, 1981, pág. XIII.
4 "¿Acaso hablamos algo verdadero aquí, Dador de la vida? Sólo soñamos, sólo nos levantamos del sueño. Sólo es como un sueño... Nadie habla aquí de verdad..." (Cantares Mexicanos, tomo 5 v. Traducción Miguel León Portilla).
5 No es que no se ocuparan de los hechos históricos sino que para ellos esos hechos estaban cargados de otros significados más amplios, por multidimensionales, que aquéllos que registra una simple historiografía.