Diapasó cosmic, par Robert Fludd
Robert Fludd, Utriusque Cosmi I
Oppenheim, 1617
ARTE MUSICAL:
Arquitectura del Cosmos
FEDERICO GONZALEZ
I

La música occidental nace míticamente con la lira de Apolo y el patrocinio de las musas, de las cuales deriva su nombre, y Platón en "El Banquete" la da como invención de Olimpo, aunque debemos vincularla también con los martillos de distintos pesos que oyó sonar Pitágoras en una herrería, adaptando posteriormente esa escala a una cuerda cuyo sonido está dado por las proporciones de su largo, la cual conforma el monocordio –imagen del monocordio universal– que se constituye en un modelo permanente de la Teoría musical posterior, capaz de sintonizar (sinfonizar) con la armonía de las esferas y su música celeste, ya que los distintos sonidos y sus proporciones son expresiones de la manifestación cósmica, a la que reflejan. Estas relaciones y especulaciones entre la música, la cosmología y la metafísica son propias de todo el pensamiento occidental y se han continuado sin interrupción hasta nuestros días.1 El propio Pitágoras, seguido por Platón, establece proporciones numerales y geométricas y las vinculaciones que las unen a la música como reveladora de la estructura y perfección cósmica e intermediaria entre sus niveles.2 Pero no es sólo eso, estas proporciones establecen también las normas de la arquitectura y las artes visuales, el plano de la ciudad, el metro poético, y se reflejan en todos los aspectos culturales e institucionales, como ha sucedido no sólo con los pueblos de ascendencia greco-romana o hebreo-cristiana, (en la edad Media, por ejemplo) sino con otros muchos –así sean arcaicos o civilizados–, pues estos módulos conforman la estructura de base de la cultura de las sociedades que no están en decadencia, las que toman los ritmos y las proporciones como leyes que todo el universo refleja a su manera, las cuales fijan y limitan, y por lo tanto hacen posible permanentemente la ejecución del concierto cósmico.3 

Este tipo de pensamiento es también el de la escuela de Alejandría (siglo I a III de la era cristiana, Euclides, por ejemplo), el de San Agustín (en De Música), el de Boecio, el de la escuela de Chartres (siglo XII), el del Renacimiento (vgr. Marsilio Ficino) y de una buena cantidad de filósofos Herméticos (C. Agrippa, R. Fludd, A. Kircher, F. Zorzi, también Kepler, Newton, etc.).4 

Sin embargo, lejos de encontrar uniformidad de criterios en estos autores, puede advertirse dentro de una unidad de base, distintos planteos más o menos válidos, según nos acercamos al punto de vista, o mejor, a la audición del autor, ligada con los elementos que relaciona, estableciendo proporciones entre ellos. Esto, que también es válido para las diversas astronomías de las diferentes culturas, igualmente fundamentadas a veces en ciertos planetas y constelaciones que otros omiten, es también vigente para las estructuras de sus panteones y lenguas y es algo normal y adecuado a las leyes universales –por lo tanto saludable– y la razón por la cual una Tradición Primordial se expresa en diferentes culturas, adquiriendo distintas formas tradicionales como vástagos de un arquetipo común, tal como la unidad se halla presente en la multiplicidad, pese a que cada número de la serie sea diferente y exprese conceptos disímiles a los otros. 

En este sentido la audición de los distintos pueblos constituye su música, que es el resultado de las relaciones y proporciones entre los diversos sonidos, signos o señales, que conforman su encuadre cultural. 

Por eso es absurda la pretensión del occidental medio, que cree saber de música, y hasta ser un "erudito" cuando no sólo todo lo ignora acerca de su propia tradición musical, de orígenes cosmogónicos y sagrados, sino que toma exclusivamente por Arte Musical sólo al pequeño segmento histórico europeo donde se produce la polifonía y la implantación de la notación, el abuso del órgano como instrumento, la música "clásica", etc. Esto que es visto como lo más granado y extraordinario del arte musical es, como sucede con todas las ciencias y las artes sagradas, a la inversa de lo que se piensa, una decadencia: melódica, racional y sentimental; una profanación que se inicia en el Renacimiento y culmina con la música sinfónica (aunque en realidad comienza en la Edad Media de cara al canto llano y a la instrumentación medieval en general), frente a la música de las grandes tradiciones del pasado y las aún vivas, en otros lugares geográficos (la hindú, la islámica, la china, etc.,) lo que se advierte igualmente cuando se la compara con la música hoy llamada antropológica, así sea esta denominada arcaica, o "primitiva", la cual no es considerada propiamente como "música" por estos "entendidos", pretendidos especialistas y técnicos, sumamente exquisitos, los que nunca han podido oír más allá de lo que su módica programación les exigía. 

II
A una circunferencia la conforman multitud de rectas indefinidas, reflejos de innumerables radios que, como el sonido, nacen, mueren y renacen a perpetuidad. 

En el caso de la música, arquitectura del logos, el ritmo subraya la alteridad de un continuo evidente y las proporciones numéricas estructuran el espacio sonoro con la revelación de unas pautas que se organizan y corresponden entre sí. 

La manifestación de este hecho asombroso es el arte musical y la audición el medio de que se vale el tiempo para perpetuar el eterno presente. En el código de lo que constantemente se reitera la idea musical es una posibilidad siempre nueva y tan fresca y reciente como cualquier generación. La voz es el instrumento por excelencia y el fraseo y la palabra los gestos audibles que articulan cualquier lenguaje. En el origen fue el verbo que es simultáneo con la perennidad de la creación; interpretar la armonía cósmica no es otra cosa que ser. Desde esta perspectiva el sonido constituye cualquier orden, comenzando por la conciencia del espacio, el tiempo y la propia identidad, y siguiendo con la totalidad de la manifestación universal que aparece entonces como el desenvolvimiento de una compleja organización musical que los números y las figuras geométricas revelan. Siendo esto así, cualquier ser, fenómeno o cosa, está dentro de una escala, salvo lo no determinado, cuya ausencia ha de corresponderse necesariamente con el silencio, o con el No Ser. Sin embargo debe advertirse que estos conceptos rebasan y superan lo sensible, aunque de hecho cualquier audición sea el límite en que se encuadra lo ilimitado. Esta es la gracia del Arte Musical capaz por su propia naturaleza y sus valores intrínsecos de manifestar ayer, hoy y mañana, lo no manifestado, la perpetua posibilidad: aquello que sin ser jamás igualmente conforma el sonido paradigmático de la esperanza. 

No hay sonido sin auditor, en la criatura está la potestad de que sea o no sea la obra; se sabe que una huelga de escuchas anuncia el fin del tiempo. No se puede emitir sin escuchar: los mudos son tales porque no oyen, aunque perciben perfectamente la alteridad y la resonancia. En un caso así el canto y la poesía sucumben y con ellos desaparece la posibilidad de reproducir una y otra vez el discurso creacional que surge de la audición interior del sí mismo. Se acaba entonces el tiempo y cesa el movimiento –y la transmisión– pues el espacio en que éste se produce es llevado al extremo de su contracción, y de pronto es abolido de una vez y para siempre, como acontece con cualquier deceso que, es sabido, se caracteriza por la imposibilidad de seguirse proyectando merced a la ausencia de toda emisión. Finaliza así el desarrollo musical que dió lugar a la existencia de un hombre –o un mundo– que se reintegra al silencio primordial, el cual dejará de ser tal en cuanto una imagen sonora irrumpa en la oscura y vacía noche de lo no formal, haciendo girar una vez más los ciclos que se reiteran a perpetuidad y estructuran el cosmos más allá de toda pretensión individual, la que no es sino, en el mejor de los casos, una correspondencia activa con un estado del ser universal. 

Por lo tanto la música es la manifestación de un gesto primigenio que se resuelve en canto y danza; es la irrupción del tiempo en un espacio arquetípico y la necesaria incorporación del movimiento que dinamiza la totalidad del ámbito vital; y así surge el calor de la voz humana y el hombre se incorpora a una nueva ceremonia: grita, y canta y baila y su cuerpo se proyecta en el devenir impulsado por el ritmo, clave de la vida universal. 

Igualmente la música actúa de manera secreta sobre los seres y las cosas, y ofrece a quienes se interesan en ella una vía de realización espiritual, o al menos una base para ello, teniendo presente que siempre ha constituído uno de los elementos transmisores sensibles más importantes en ritos y ceremonias; pero no es sólo eso: la percepción del discurso musical es antes inaudible que sonora, y por lo tanto la verdadera potencia mágica de la música radica en su percepción original, donde el ser humano que escucha es un instrumento preciso y afinado en la sinfonía del conjunto, capaz también de crear y transmitir lo inaudible en expresiones armónicas –aunque ellas a veces desentonen en la uniformidad del fraseo corriente– por el hecho evidente de que aquél que 'escucha', regenera la permanente actualidad del arte musical siendo a la vez el sujeto y el objeto del mismo; el sonido, como la materia, como el cosmos, es sólo uno. 

Por lo que el sonido y la audición configuran un hecho idéntico, un proceso que los conjuga sin fisión, hasta el momento que interviene la dualidad de la mente y los divide en uno y otro, sujeto y objeto. 

La verdadera audición se refiere a la identidad con la vibración sonora del plano sutil, increado, pero tan real que constituye el origen de lo audible, lo cual es sólo un símbolo o imagen de la auténtica percepción intelectual, equiparable a la audición metafísica, originada por esa entidad o diosa llamada Inteligencia, capaz de seleccionar valores por nuestro intermedio y presentarse ante la Sophia universal. Saber es escuchar la música cósmica, obtener una respuesta que se ordena igualmente en cada quien a fin de acceder a la audición metafísica. 

Los mediadores del conocimiento son los símbolos visibles y audibles5 que, ya diferenciados, han comenzado a fijarse en el alma, a imprimirse en su virginidad a la par que comienzan a relacionarse entre ellos, produciendo así nuevos espacios, generando frases e iluminando áreas cada vez más definidas, precisas y claras, que se complementan y articulan en un discurso: en su cadencia musical. Este proceso es análogo en cualquier desarrollo o gestación, por lo que la Manifestación Universal es el Arquetipo inevitable de cualquier audición, es decir del diálogo entablado por primera vez entre el "yo" y el "otro", que en forma binaria intercalan sus roles tal cual lo hace la relación activo-pasivo, pasivo-activo. 

No hay sonido sin audición; en ese sentido el receptor selecciona y maneja la audición, transformándola, y revierte así un proceso donde su pasividad "virginal" se convierte, por medio de la fecundación y el nacimiento, en una nueva posibilidad sonora, generadora a su vez de otra serie de posibilidades y concatenaciones, fijadas por los períodos, o intervalos, entre los tonos, colores, o particularidades de una escala que vuelve sobre sí misma, reiterándose. De hecho, esta imagen de mundos dentro de mundos y por lo tanto de la realidad y sacralidad de espacios invisibles que conforman el cosmos, y el propio hombre, sería vertiginosa en su plurivalencia y multidimensionalidad si no estuviese perfectamente ensamblada entre sí, es decir: dispuesta en orden, gracias a la armonía musical que conjuga el desorden de las partes. 

La comprensión de este simbolismo sonoro, o sea, la posibilidad metafísica que la música encarna, agrega una dimensión más a lo audible; también una manera distinta de percibir el movimiento como elemento constitutivo del espacio musical. 

No hay necesidad sin posibilidad, contrariamente, no hay posibilidad sin necesidad. Lo posible es necesario y lo necesario posible. Tal vez se trate de dos aspectos de un mismo término, o mejor, realidad, encarada desde dos puntos de vista; distintos y opuestos, tal cual el libre albedrío y el obvio condicionamiento del destino. Esta verdad se manifiesta a nivel ontológico en el mismo meollo del ser, el cual, para identificarse, ha de fraccionarse entre el yo y el otro, raíz de todo dualismo. En el fenómeno sonoro esta dualidad se expande primero como sonido (transmitido por el viento), y segundo, se recoge por el receptor de la comunicación. La misma dualidad se presenta también a otro nivel entre el sonido y el eco; este último como espejo, o superficie de las aguas, o prisma, donde la luz se refracta o refleja multiplicándose en módulos sensibles, auditivos o lumínicos, imágenes que al igual que las del tiempo y el espacio nacen, mueren y renacen a perpetuidad, como dijimos al comienzo, resolviéndose siempre en forma de tríadas (en esta caso verbo, audición, auditor o análogamente: emisión-medio sonoro-recepción). 

Para terminar, sólo queremos subrayar dos temas fundamentales, que hemos tocado aquí, y sobre los que volveremos seguramente en el futuro. El primero trata acerca de la música, o mejor, la audición, como constituyendo la expresión del tiempo y la percepción del movimiento en el espacio, el segundo, el de la relación de la música con el elemento aire, transmisor del sonido, y todo lo que éste último significa para una sociedad tradicional, o una cultura arcaica.

 
NOTAS
1
2 La Tetraktys sería también un modelo musical perfecto.
3 Varios sistemas tradicionales se basaban –y basan– en una escala de cinco tonos, o notas. De otro lado, en Grecia y Roma la música formaba parte de las artes liberales, concretamente del quadrivium, junto con la aritmética, la geometría y la astronomía, o sea, las artes cosmogónicas.
4 Aunque estas ideas y autores no son enseñados (a lo más una ligera mención histórica) a los estudiantes de música actuales.
5 Ver Music of many cultures. An introduction. Edited by E. May. University of California Press, Berkeley 1983. Especialmente capítulos 17, 18 y 19. En el caso de la danza, la degradación que existe es obvia, pues es imposible comparar los movimientos y la actitud de los participantes de un rito sagrado aunque éste sea una fiesta, o aun un baile folklórico popular (la mayor parte de estos últimos de herencia tradicional) con el lujo estéril, perfeccionista, meramente físico y amanerado del "ballet".